Vania x Vania, de Pablo Remón (Teatre Principal y Teatre Rialto)  | por Óscar Brox

A propósito de Doña Rosita, anotada escribí hace un tiempo que supuso un punto de inflexión en la forma de entender el teatro de Pablo Remón; fundamentalmente, por esa manera de mezclar el texto lorquiano con su universo y sus referentes personales, proporcionándole una dimensión familiar. Es probable que Chéjov forme parte de la columna vertebral del teatro del último siglo, pero eso a menudo no quiere decir gran cosa. Adaptaciones hay muchas y unas por otras acaban olvidadas. Lo que interesa del autor de La gaviota es, ante todo, su capacidad de observación de la naturaleza humana, de las flaquezas, de las emociones y de esos sueños truncados que, a menudo, acaban derivando en una inevitable descomposición familiar -porque la familia es ese contexto, núcleo y escenario, en el que las pequeñas tragedias de sus personajes se ponen en escena.

Cuando comienza la segunda pieza de Vania x Vania, Remón juega burlonamente en su texto con la identidad rusa del drama chejoviano. No en vano, ya en el mismo escenario colisionan el exterior de una dacha rusa con el de una casa familiar de Cuenca. Esa decisión deja patente que la importancia de Chéjov no radica en la idiosincrasia cultural, sino en las lecturas que proporciona para saber cómo penetrar en las pequeñas miserias de las diferentes clases sociales, de la burguesía a la gente común. De ahí que lo que Remón busque, como ya hiciera con Lorca, sea ese aire familiar; trasladar el universo de uno al contexto del otro. 

Vania x Vania son dos piezas, aunque vistas una detrás de la otra podrían parecer solo una. Los textos y los escenarios son diferentes, los actores los mismos. Pero resulta imposible no encontrar en una los matices para entender la otra… o para llevarla unos cuantos pasos más allá. El primer Vania, por ejemplo, se desarrolla en un escenario completamente vacío. Solo los 6 actores y sus respectivas sillas. Y, sin embargo, no diría que se trata de una interpretación en crudo del texto; ni siquiera que sea más fiel a la letra que la otra versión. Creo, ante todo, que lo que Remón busca es enseñarnos a sus personajes, sugerirnos que ellos lo son todo: el paisaje, el escenario, el drama. Nos basta con mirarlos, ya sea en un aparte en el escenario o en un diálogo en conjunto, en sus aspavientos o en ese curioso juego de acentos que parece anticipar las peculiaridades de la siguiente pieza. Es, casi, una cuestión de tiempo: ambos Vanias duran lo mismo, pero aquí todo parece detenido en cada pequeña cosa de sus personajes. 

Podría decirse que el reparto sabe cómo encontrar esa forma de dibujar a sus personajes a partir de las claves de cada uno de ellos: la anhedonia de Astrov, la depresión de Vania, la abulia de Marina… Pero la cosa es que Remón se las ingenia para hacer que haya ligereza en todo eso; es decir, para quitar gravedad a lo grave y añadirle algo más de profundidad. Esta primera pieza puede leerse como un grupo de actores construyendo en el momento su versión del Tío Vania. Descubriéndose y descubriéndonos en cada uno de esos matices que surgen, sin más, y van evolucionando hasta convertirse en un rasgo de humanidad -tengo una debilidad especial por la forma de llorar de los personajes, pero volveré a ello al final del texto. La desnudez del espacio es, asimismo, una invitación a plantear e imaginar todos esos aspectos de la obra de Chéjov que, tal vez, no necesitamos ver pero sí, desde luego, sentir. 

Y he aquí que saltamos a la segunda pieza, esta sí, la más reconocible dentro de ese imaginario y del estilo que ha forjado Remón en su teatro. De entrada, nos encontramos con la pirueta de combinar dos lugares y dos tiempos, en apariencia, diferentes; en el fondo, similares. La dacha comparte lugar con el territorio de secano y los personajes salen y entran, a veces cómicamente, de un espacio a otro. No creo que el objetivo de Remón sea tanto el de poner en cuestión la identidad del Vania, su lectura al pie de la letra, como transmitirnos qué es eso que hace tan reconocible a Chéjov y que puede trasladarse hasta el lugar menos sospechado. Y el caso es que a Remón se le da bien observar, mezclar el diálogo burlón, la España castiza y aturdida con esa descomposición de unas estructuras sociales que, inevitablemente, sucede. Por mucho que unos y otros se digan que aún hay tiempo; Vania, precisamente, habla sobre esa época de ilusiones que ha pasado para dejar la huella de cualquier día. El problema no es tanto la frustración que provoca sino, más bien, que ni siquiera esa misma frustración dé lugar a algo especial. Solo a la contemplación brutal de esa familia que colapsa a medida que unos y otros descubren sus secretos y mentiras. 

Aquí, como decía, Remón maneja la acción de otra manera; a ratos, incluso, febril. Le gusta hacer uso del escenario en un sentido estético y dramático: o sea, para jugar con ese choque de épocas, pero también para marcar esas diferencias -de clase, de sentimientos, de humanidad- entre los personajes. Todo desemboca en lo mismo y, sin embargo, la obra no deja de ser diferente. Diría que es interesante cómo pone su mirada sobre los secundarios, cómo les concede un espacio, una presencia; cómo juega de una pieza a la otra con esas mismas palabras y cómo, a pesar de ello, suenan completamente diferentes. En el segundo Vania la acción, casi, nos arrolla. Hay comedia mezclada con tragedia, y viceversa, pero reparto y director saben cómo dosificar la una y la otra para no perder de vista lo importante: qué hace que eso que sienten los personajes les afecte de esa manera, nos produzca esa compasión, entendamos esa melancolía. 

Remón se ha movido con soltura entre las cenizas de una España tardofranquista y ridícula y otra más bien global e insignificante -es lo que tiene la globalidad. Y ha sabido, sobre todo, convertir en teatro hasta el gesto más aparentemente banal. Con esa misma ligereza con la que lee a Chéjov, sabiendo qué debe entresacar y qué no necesita subrayados. La pasión de Sonia por Astrov, la decadencia de Alexander y un mundo que solo sabe existir desde la literatura; la apatía de una Marina que vive para el orden del día a día… Manuela Paso, Israel Elejalde, Juan Codina o Marina Salas interpretan cada matiz mezclando cierta artificiosidad burlona -esa pizca de metateatro que puede haber en las piezas- con la confianza de saber que están diciéndonos algo. Fundamentalmente, que esos personajes viven sobre el escenario, hacen reír y saben llorar. 

A este respecto, hay un detalle que me resulta especialmente conmovedor, da igual si se trata de algo buscado y ensayado o fruto de esa forma de poner en escena la obra de Chéjov. Las miradas, los silencios de cada actor cuando está observando al compañero, la manera de llorar de Javier Cámara cuando se dirige al patio de butacas o de Marina Salas con su última frase para cerrar la pieza. Son gestos pequeños, quizá ni siquiera auténticos (y qué importa eso), pero diría que forman parte de ese toque Remón a la hora de hacernos creer, con tan poco, desde lo más leve, cómo se pueden convertir en teatro. En emoción. En habilidad para volver sobre Chéjov sin tener que leerlo al pie de la letra. 

Vania x Vania es una pieza doble que bien puede pensarse de manera unitaria, comparando los matices de una con los hallazgos de la otra, la construcción formal de la segunda y el trabajo actoral de la primera. Lo que queda es la inteligencia de sus artífices a la hora de transportar a Chéjov hasta una dimensión familiar, sin traición, modernización o exorcismo. Con la intención de habitar ese espacio psicológico y estético, buscando en él las afinidades emocionales. Tan solo a través de eso que se le daba tan bien al autor de Las tres hermanas: observando, poniendo la oreja, escuchando y hablando desde la escena con unos personajes más vivos que nunca. Y eso, en definitiva, es teatro.


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